Cualquier observador informado podrá apreciar que, entre nuestro mundo y el ayer, cercano, lejano e incluso remoto, existen algunas líneas de continuidad histórica muy evidentes. La guerra es una de ellas. Aunque las motivaciones para emprenderlas y los medios para desarrollarlas hayan ido evolucionando, la guerra es una constante, como también lo son las necesidades en forma de recursos necesarios para sostenerlas. Recursos humanos, está claro, pero no solo; desde hace demasiado tiempo, los recursos monetarios juegan un papel fundamental. Esta es una realidad muy evidente, tal y como nos lo demuestra, por ejemplo, el conflicto ruso-ucraniano. Bueno, pues en 1360 o 1179, esto era tan obvio como lo es hoy, así lo afirma Michael Prestwich (1996).
Con esos recursos monetarios se pueden hacer muchas cosas, lo fundamental quizá sea conseguir y mantener efectivos en la refriega; hoy en día esos efectivos los aportan los ejércitos nacionales, mientras que en la Edad Media era cosa de las huestes señoriales. Estos son, y eran, los cauces ordinarios; pero en la guerra, cuando la necesidad arrecia, no siempre resultan suficientes. Es ahí cuando surgen aquellos destinados a solventar esa necesidad, son los mercenarios.
Figuras impopulares, siempre lo han sido. Luchan solamente por dinero, antes que por patriotismo o por cualquier otro motivo aparentemente más justo. Siempre han generado desprecio, ya entre los medievales. Personajes, asimismo, que en ocasiones han llegado a poseer un poder fuerte. Tan grande, incluso, como para poner en riesgo a sus líderes naturales, bien lo sabemos en la actualidad a raíz de las actuaciones del malhadado Prigozhin. El Medievo y la Guerra de los Cien Años fueron bastante prolíficos en lo que se refiere a personajes como él.
Dicho todo esto, y como bien sugiere el título, en este artículo se pretende trabajar la cuestión de los mercenarios en la Edad Media, pero estudiando con mayor detenimiento al caso de la Guerra de los Cien Años. Para ello, la primera parte está destinada a los mercenarios durante el milenio medieval y la segunda al estudio de la cuestión durante el conflicto franco-británico. Esta última constará del estudio de los propios mercenarios y el retrato de uno de ellos, el afamado Bertrand du Guesclin.
Evolución a lo largo de la Edad Media
Alta Edad Media
Comencemos definiendo el objeto de estudio: el mercenario ¿Qué es lo que lo distingue de un soldado o guerrero ordinario? Pues, en lo fundamental, que busca un beneficio personal a través de su actividad y que su origen suele ser extranjero. Bien es cierto que los conceptos de lo nacional durante la Edad Media son ambiguos y difusos, pero el combatiente a sueldo suele ser una figura que se ve como una figura ajena al territorio.
La caída del Imperio Romano de Occidente causó una gran conmoción en la Europa occidental a todos los niveles. Así, en el plano militar, la principal característica de las tribus bárbaras, ahora convertidas en reinos de ascendencia germánica, es la existencia de vínculos de obligación personal y de dependencia. Todo ello dentro de unas sociedades que estaban estructuradas y organizadas para la guerra, tal y como afirma Michael Mallet (2005). En este contexto, el mercenario pierde su lugar, no puede apenas existir. De hecho, aunque el servicio militar sujeto a contratación pudo sobrevivir a lo largo de la primera parte de la Edad Media, su importancia fue muy escasa.
Ahora bien, hubo otros poderes políticos que, asentados en el solar europeo, sí recurrieron a la figura del mercenario. Es el caso de los musulmanes. Tanto los poderes islámicos situados en Sicilia, como el propio califato de Córdoba, recurrieron al servicio militar sujeto a contratación. Ahora bien, su dinámica socio-política es diferente a la de los reinos cristianos y la explicación del fenómeno iría por otros derroteros.
Plena Edad Media
En el occidente feudal fue necesario que la situación se fuese estabilizando para que los mercenarios entrasen en escena. Una vez acabadas las Segundas Invasiones, y en medio de la revolución que siguió al año mil, las fuentes comienzan a mostrar la existencia de unas figuras que salían de su letargo. Los mercenarios volvían a escena.
A mediados del siglo XI, guerreros de gran renombre como Guillermo el Conquistador (cuya campaña de conquista lanzada en 1066 podéis leer aquí), resultaron ser muy dependientes de los servicios mercenarios. No fue el único; los monarcas capetos y los emperadores también emplearon tropas de este tipo desde momentos tempranos. A finales de siglo, un italiano le sugería al emperador Enrique IV que reemplazase el servicio feudal por un impuesto que le permitiese contratar mercenarios, un consejo que también le hizo Enrique I al emperador Enrique V (Contamine, 1996).
De manera paralela, y con el fin de satisfacer una demanda creciente, surgieron los contratistas militares. Roberto de Flandes fue un buen ejemplo de ello. Este debía recibir un pago de quinientas libras por suministrar unos mil caballeros flamencos, todos ellos al servicio de Enrique I de Inglaterra.
El siglo XII fue un periodo de auge de este tipo de tropas. En ese momento se hizo común la contratación de cuerpos de infantería, en lugar de tropas montadas. Este fue el caso de Luis VII de Francia, que comenzó a emplear ballesteros. Fruto de la tendencia a emplear cada vez más tropas de infantería, el número de los ejércitos aumentó y los mercenarios se presentaron como la solución a las necesidades de muchos señores.
Los cambios debieron ser significativos pues cierto cronista francés del momento afirmaba que Enrique II de Inglaterra había transformado sus propias huestes. Según aquel historiador, los magnates y caballeros, que servían bajo los términos de las obligaciones feudales, fueron sustituidos por cuerpos de mercenarios. Estos luchaban a pie, bien organizados y eran capaces de llevar a cabo largas marchas, plantar batalla y conducir asedios. Lo cierto es que hoy día es difícil argumentar que tal revolución existió, lo cual no esconde una realidad: Enrique prefirió compensaciones en metálico antes que convocar a los barones normandos (Prestwich, 1996).
Su hijo Juan sin Tierra empleó el mismo sistema, pero quizá de un modo aún más generalizado. Esto viene a demostrar dos aspectos: la capacidad del rey para obtener recursos financieros y su nula confianza en buena parte de sus vasallos. Entre sus capitanes mercenarios se encontraba Mercadier, el más famoso de todos, que describió su servicio al rey Juan con estas palabras:
Luché por él enérgica y lealmente. Nunca me opuse a su voluntad, sino que obedecí con prontitud sus órdenes. Como consecuencia de este servicio, me gané su respeto y fui puesto al mando de su ejército (Prestwich, 1996).
Otro de ellos fue Martín Algais, un español que también fue particularmente apreciado y bien recompensado. Se protegió su botín, se eximió a sus mercaderes de los derechos de aduana y se le otorgó el alto cargo de senescal de Gascuña y Perigord. Juan escribió de él: “Estimamos los servicios de Martin Algais más que los de cualquier otra persona…”.
En 1179 el III Concilio de Letrán, en un intento de limitar estas prácticas, prohíbe las compañías mercenarias. El efecto práctico fue escaso, y los mercenarios siguieron utilizándose de manera frecuente durante varias décadas más. No obstante, a partir del primer cuarto del siglo XIII el mercenariado entra en una cierta crisis. A lo largo del continente, la caballería se profesionaliza y su número asciende, al tiempo que se extendieron obligaciones de servicio entre la población para aumentar el número de infantes en el ejército. También contribuyó a ello el fin de las guerras civiles inglesas y la pacificación, relativa, de Francia.
Baja Edad Media
Habrá que esperar hasta el siglo XIV para que el oficio del mercenario emerja de nuevo. Entonces se confirma una tendencia antes intuida, pues la guerra comenzó a convertirse en un medio de vida para muchos soldados de a pie. La paga se convertía en un componente esencial, al tiempo que el concepto de “mercenario” quedaba cada vez más reservado para los aventureros y las tropas especializadas foráneas (Mallet, 2005). Como veremos más adelante, la Guerra de los Cien Años vino a confirmar esta tendencia.
En cierto modo, la Baja Edad Media se convirtió en una auténtica “edad de oro” para los mercenarios. El periodo se abre con las actuaciones de la Compañía catalana, para Nicholson (2004), el primer gran ejército mercenario. Formada por almogávares, tropas irregulares adaptadas a la guerra de frontera, combatieron en Italia y en Bizancio, donde llegaron a tomar el principado de Atenas tras desalojar a Walter de Brienne. Desde esa base siguieron guerreando durante décadas (enlazo un artículo específico sobre ellos).
Estas tropas comenzaron luchando en Italia. Esta península fue un lugar prolífico para la actividad mercenaria desde muy temprano. Allí, la acumulación de riqueza de las ciudades del centro y el norte, junto con la debilidad de las instituciones feudales, llevó a una adopción del servicio militar asalariado desde muy temprano. El incremento de la actividad militar, a su vez, provocó que la carga bélica se desplazase de las poderosas milicias urbanas hacia tropas profesionales, es decir, mercenarios.
En la Italia del siglo XIV surgieron compañías parecidas a la Catalana. Allí, los contratos para el servicio militar se denominaban condotta, de modo que los contratistas militares comenzaron a ser conocidos como condottiere. Líderes militares, comandaban su propia compañía y prestaban sus servicios a todo aquel que pudiese pagarlos (Bennett, 2016). Algunos de los capitanes más famosos fueron Erasmo de Narni (Gattamelata), Bartolomeo Colleoni y John Hawkwood. Su fama fue tan grande, que los tres fueron retratados por grandes artistas del momento; de los dos primeros conservamos sendas esculturas ecuestres, del inglés, un magnífico fresco.
Al respecto de este último, atraído por las posibilidades que ofrecía Italia, su carrera abarcó treinta años de campañas entre Francia e Italia. Su éxito fue tal que llegó a convertirse en el comandante de los ejércitos de Florencia, donde fue enterrado con todos los honores. La vida de este capitán inglés fue inmortalizada por Jean Froissart, cronista francés, así como por Nicolás Maquiavelo (Bachrach, 2016).

Las características del mercenario
La evolución de los mercenarios permite apreciar su expansión y desarrollo, pero nos dice poco acerca de quiénes eran y cómo luchaban, por qué existían o qué les hacía tan interesantes para señores y príncipes. A todas esas cuestiones se da respuesta aquí.
El primer aspecto de importancia tiene que ver con el surgimiento del mercenario. Después de una Alta Edad Media en la que su papel es muy reducido, la Plena Edad Media les devuelve su trascendencia perdida ¿Qué ocurrió para que ello fuese posible? Según Contamine, el primer factor fue el dinero. A partir del siglo XII el dinero era el vínculo obligado entre autoridades y soldados. Este hecho se vio favorecido por la revolución comercial posterior al año mil, pues fue la causante de la invasión monetaria del continente.
Otro autor, Mallet, señala que no está claro si el factor decisivo fue una población en expansión y un creciente desempleo, o la iniciativa regia y el reclutamiento activo por parte de unos señores cada vez más interesados en ese tipo de servicios.
Las causas de ese interés también son variadas. El primer motivo es puramente militar: el valor y la reputación de un grupo de combatientes cuyo equivalente era imposible encontrar localmente entre vasallos, súbditos o conciudadanos. Los arqueros sarracenos de Lucera, los ballesteros de Pisa, Tortosa, Liguria o Córcega y la infantería gascona eran solicitados por estos motivos. Eran especialistas y sus habilidades específicas eran muy apreciadas.
Además, hubo quien recurrió a ellos ante la desafección de sus barones y vasallos. Este fue el caso de Juan sin Tierra, que incapaz de conseguir la suficiente ayuda por parte de sus barones se vio forzado a buscar tropas mercenarias. Lo mismo ocurrió en Italia. Ciudades como Florencia se encontraron con dificultades para mantener sus guerras. Allí, el patriciado urbano se negaba a cumplir con sus obligaciones militares y prefirió emplear tropas asalariadas, aunque su coste fuese elevado.

Finalmente, los mercenarios eran especialmente interesantes como guardias de corps. Estas tropas se consideraba que garantizaban la seguridad del soberano que las tropas locales. Ejemplos de este tipo de actuaciones han pervivido hasta el siglo XX.
Pero si se recurría a los mercenarios era porque estos estaban disponibles, porque existía un mercado de tropas que combatían a sueldo. Ese mercado se creó a consecuencia de factores demográficos como el elevado crecimiento de la población, y la fluctuación de las condiciones económicas. Otros aspectos como las prácticas sucesorias feudales también debieron ayudar. Con todo ello, tal y como afirma Contamine, se trata de un fenómeno histórico que se explica menos por las condiciones políticas que por el trasfondo económico y social. Asimismo, lo cierto es que la oferta estimulaba la demanda y la demanda alentaba la oferta.
Cada compañía de mercenarios se nombraba en función de sus orígenes, los cuales eran variados. En todo caso, tres regiones aportaron contingentes numerosos, se trata de Provenza, los Pirineos y las superpobladas zonas de Flandes, Brabante y Henao. También existieron navarros, aragoneses y catalanes.
Hombres que provenían de zonas altas, de tierras pobres o de regiones donde se encontraban cada vez más constreñidos Muchos de ellos eran hijos menores o ilegítimos, pero también figuras empobrecidas, incluso desarraigados por su miserable condición, situados al margen de la sociedad. En general, tenían pocas perspectivas en un mundo cada vez más ordenado.
Desde el siglo XII, este es un fenómeno internacional, extendido por todo el occidente feudal. Así, por ejemplo, cuando terminó la rebelión en Inglaterra, flamencos y brabanzones se pusieron al servicio del emperador Federico Barbarroja para hacer campaña en Italia. Pero el estallido de la guerra entre Ricardo I de Inglaterra y Felipe II de Francia brindó a estos hombres nuevas oportunidades en Occidente. Allí donde había guerra, y dinero, habría mercenarios.
Conforme se fueron haciendo más comunes, la sociedad comenzó a percibirlos de una manera dual. Por un lado, se les reconocía como unidades militares efectivas, con cierta coherencia interna y dirigidas por capitanes cuyo ego y prestigio no dejó de crecer. Por otro lado, eran observados como bandidos y criminales fuera de la ley, merodeadores que formaban bandas indisciplinadas que arrasaban todo a su paso y que brutalizaban a la población.
De ello da cuenta un cronista ingles del siglo XII:
Eran desvergonzadamente culpables de asesinatos y saqueos y de diversas abominaciones, y tan salvaje y brutalmente su temeraria y desvergonzada presunción se ensañaba contra todo, y especialmente contra las posesiones de las iglesias, que los barones de Inglaterra se estremecieron en total repugnancia hacia su compañía, y no pudiendo soportar por más tiempo su bestial y brutal actuación, sugirieron al duque que les permitiera volver a casa… (Prestwich, 1996).
Era gente peligrosa durante la guerra, pero también después. Entonces, la incapacidad de los estados para asegurar el monopolio de la violencia quedaba de manifiesto. Mientras que las huestes feudales se desmovilizaban con rapidez y volvían a sus zonas de origen para retomar sus labores, los guerreros profesionales, a sueldo, constituían un problema.
Durante la guerra, estas tropas adquirían un sentido de comunidad y una idea de solidaridad recíproca. Además, no tenían ni oficio, ni beneficio, al margen de las armas. Era a partir de entonces cuando la situación se descontrolaba. El cronista inglés, Walter Map, describe las bandas o routes que habían escapado al control regio a fines del siglo XII:
Las bandas constituían una abominable secta herética, con miles de hombres, armados de pies a cabeza con cuero y hierro; saqueaban, violaban y lo devastaban todo. Estos hombres, bandas de forajidos, clérigos fugitivos y falsos sacerdotes, originarios de Brabante, fueron llamados Brabanzones. Ahora se han multiplicado más allá de su número, y tan fuertes han crecido estos ejércitos de Leviatán que se asientan con seguridad, o deambulan por provincias y Reinos enteros, odiados por Dios y por los hombres (Contamine, 1996).
En Francia, este tipo de situación se repitió hasta dos veces más: durante el tercer cuarto del XIV (época de las Compañías) y tras el tratado de Arras en 1435 (época de los Ecorcheurs). Es el turno de los siguientes apartados describir esa realidad, la de los mercenarios y la destrucción que ocasionaron a lo largo de la Guerra de los Cien Años.
Los mercenarios en la Guerra de los Cien Años
Entre fines del siglo XIII e inicios del XIV, tanto Felipe IV de Francia como Eduardo I de Inglaterra desplegaron una intensa actividad destinada a lograr dos objetivos; uno, interno: restaurar la autoridad de la monarquía, otro, externo: extender sus dominios. Esta política habrá de provocar un enfrentamiento en tierras continentales, donde ambas monarquías convivían desde hacía dos siglos, que comenzó como un enfrentamiento dinástico, pero que acabó por convertirse en una primera guerra europea (García de Cortázar y Sesma Muñoz, 2008).
La Guerra de los Cien Años comenzó con una muerte sin sucesión, la de Carlos IV de Francia; un “conflicto feudal”, diría Jacques Heers (1968). Los barones franceses decidieron elegir como rey a su primo, Felipe de Valois. Sin embargo, había otros pretendientes al trono que podían hacer valer sus propios derechos, tan legítimos como los del nuevo rey: Eduardo III, rey de Inglaterra, y Carlos el Malo, rey de Navarra.
La guerra, iniciada en 1337, se divide en cuatro grandes fases. La primera de ellas se extendió hasta 1360. Durante la misma, los ingleses consiguieron grandes victorias tanto en el mar (Sluys, 1340), como en tierra firme (Crecy, 1346, y Poitiers, 1356). De todo ello serían protagonistas las tropas mercenarias, muy utilizadas por ambos bandos.
Las tropas profesionales a sueldo fueron un recurso desde mismo inicio de la guerra. En la batalla de Crècy, en 1346, Juan de Bohemia, el Ciego, luchó junto a sus caballeros de parte del ejército francés, que además empleaba grandes cantidades de ballesteros genoveses. Ni unos ni otros impidieron la fatídica derrota francesa. En el caso de los ingleses, también empleaban tropas foráneas a sueldo; de hecho, según admite Michael Mallet (2005), la mitad de los capitanes empleados por el duque de Lancaster en su expedición de 1373 eran “extranjeros”, es decir, mercenarios.

El recurso a soldados de fortuna se mantuvo durante el XV. Enrique V, rey inglés, y su hijo, utilizaron mercenarios para puestos especializados, como la artillería. En todo caso, fue el ejército francés de la primera mitad de siglo donde los mercenarios adquirieron un lugar prominente. De tal modo, Carlos VII de Francia recurrió a los caballeros piamonteses y a los arqueros galeses durante la década de 1420.
En todo caso, no siempre se recurrió a tropas extranjeras. Con frecuencia, el propio ámbito del conflicto aportó combatientes mercenarios. Así, los ingleses recurrieron durante todo el conflicto a los gascones, que aparecían en gran número en sus ejércitos, al igual que bretones y flamencos; todos ellos aliados suyos en contra de las pretensiones de la corona de Francia. Por el contrario, los ejércitos franceses emplearon a tropas mercenarias procedentes de Normandía, a los borgoñones y poitevinos (procedentes del Poitevin).
Las grandes compañías
Sin embargo, aunque siempre estuvieron presentes, los mercenarios se hicieron especialmente notorios en periodos de tregua, cuando ambos bandos lograban una inestable paz que les diese aliento. Una de ellas fue la Paz de Bretigny. Firmada en 1360, inauguraba una nueva fase en la guerra que se prolongó hasta 1399 y que se caracterizó por la actuación de las Compañías.
Con este término, los contemporáneos designaban a grupos armados que, con frecuencia, habían estado a sueldo de una autoridad legítima, y luego, una vez licenciados, rehusaban disolverse y continuaban la guerra por su propia cuenta (Contamine, 2014). Así ocurrió a partir de 1360, cuando las compañías inglesas rehusaron volver a casa, mientras que los franceses, desprovistos de paga se convirtieron en aventureros en busca de botín. En todo caso, estos mercenarios eran predominantemente ingleses, hasta el punto de que los términos Inglese y Les Anglais se convirtieron en nombres genéricos para estos grupos (Allmand, 1990).
Los documentos de la época hablan de gens d’armes aventureulx y de souldiers aventureulx, más tarde, se les ha conocido como compañías de aventura. Estas practicaban una guerra irregular que no buscaba la victoria militar o política, sino sencillamente el enriquecimiento a costa del puro saqueo. Sus recursos, como reconocían sus capitanes, provenían de la rapiña, del mismo modo que los del clérigo vienen de la limosna (Mitre, 1990).

La depredación y el saqueo de “la gente de las Compañías” superaba, y con mucho, el bandidismo inherente a los ejércitos del momento. Su existencia era un peligro económico, pues privaban de recursos a las autoridades, pero también político, pues constituían una reserva militar dispuesta a servir al mejor postor, sin importar cuál fuese su ambición.
Como reconoce Prestwich (1996), debía de resultarles atractiva la idea de luchar sin las limitaciones de la disciplina impuesta en un ejército real; por ejemplo, eran libres de entregar una parte del botín a la Corona. No obstante, el poder regio intentó controlarlos, de modo que en 1361 unos emisarios intentaron localizar aquellos súbditos ingleses que seguían cometiendo atrocidades. Aquellos que se negasen a abandonar Francia serían arrestados. Tres años después, el rey escribió a Eustace d’ Aubrichecourt, Robert Scot, Hugh Calveley y otros, condenando que se hubiesen unido al rey de Navarra para atacar a los franceses.
La actividad de estas compañías fue especialmente intensa en las décadas de 1360 y 1370. En cuanto a su modo de actuación, resultaba habitual que se repartiesen por un gran número de “rutas” en busca de botín; otros, por su parte, se instalaban en una plaza fuerte e imponían su ley. Entonces, exigían a las poblaciones vecinas pagos regulares a cambio de una paz que siempre era precaria.
Las fuentes hablan de las Compañías como formaciones sine capite, sin cabeza, a diferencia de los ejércitos regulares. Pero lo cierto es que no era así. De hecho, Allmand (1990) afirmaba que en ningún otro grupo de soldados de ese periodo era tan importante el factor del liderazgo. Las compañías dependían de sus capitanes para el reclutamiento, la organización y distribución del botín y la soldada. Estos no eran hombres de baja extracción, más bien al contrario; con frecuencia se trataba de miembros de la baja nobleza o segundones que tenían pocas posibilidades de heredar, pero también bastardos de nobles. Los había incluso que eran miembros de la Iglesia, de sus más bajos estratos. De hecho, uno de los capitanes más afamados, Arnaud de Cervole era conocido como “el arcipreste”.
En varias ocasiones, entre 1360 y 1368, estas Compañias se reunieron para dar lugar a las “Grandes Compañías”, un conglomerado de bandas organizadas o routes de diverso tamaño y origen (Etxeberria Gallastegi, 2017). El resultado fueron auténticos ejércitos mercenarios.
En 1360, una de ellas se apoderó de Pont-Saint-Esprit, amenazando al propio papa Inocencio VI, que por entonces tenía su sede en Aviñón. El temor hacia estos ejércitos mercenarios impulsó una solución: llevarlos fuera del reino para que combatiesen. Entonces, los reyes de Francia y Aragón, junto con el Papa, acordaron trasladar esas tropas al escenario peninsular, donde se desarrollaba la Guerra de los Dos Pedros. El desarrollo concreto de las campañas peninsulares se describe en el apartado siguiente.
En el curso de dichas campañas los efectivos de las Compañías disminuyeron, aunque pronto se vieron reforzados por nuevos efectivos. Al reanudarse la guerra abierta entre Francia e Inglaterra, muchas de esas compañías conservaron su cohesión, pasando al servicio de uno y otro de los beligerantes. Sin embargo, habían entrado en un evidente declive. Hacia 1390, algunas de esas tropas se trasladaron a Italia, donde combatieron con el conde de Armagnac; otras, por su parte, se instalaron en los castillos de Auvernia, de donde fueron desalojados lentamente. Así, en los últimos años del siglo, las compañías que aún sobrevivían constituían un incordio local. Su tiempo había pasado.
Durante su existencia, las Compañías resultaron ser cuerpos extraños y hostiles dentro de una sociedad que ellos mismos desgarraban, todo ello favorecido por las enconadas rivalidades políticas del momento. Contamine (1996) explica su presencia por la debilidad prolongada de las estructuras políticas mucho más que por el desequilibrio de una sociedad que se vio incapaz de reabsorber a quienes vivían en sus márgenes. Cuando la debilidad política desaparecía, la autoridad se afirmaba y las instituciones eran sólidas, los problemas de los marginados sociales se quedaban en un plano individual, no llegaban a actuar colectivamente como en tiempos de las Compañías.
Al mismo tiempo, no hay que perder de vista el apoyo que les prestaron, de forma abierta o de modo encubierto, diferentes autoridades políticas. En medio de una guerra durísima, la supuesta eficacia militar de las Compañías era motivo suficiente para permitir su existencia. Los dos Estados, Francia e Inglaterra, facilitaron la integración de estos grupos en la guerra porque pensaron que las ventajas superaban a los inconvenientes.
No obstante, en las primeras décadas del siglo XV, las bandas de écorcheurs (desolladores), tomaron el relevo en lo que se refiere a las operaciones regulares de saqueo y rapiña. Estos grupos saquearon libremente de Champagne a Lorena, de Alsacia a Borgoña. Eran gentes que, ahora sí, estaban dispuestas a servir a una causa, la de Carlos VII, rey de Francia, pero que también aspiraban a lograr el mayor provecho personal posible.
Por lo tanto, todavía en el siglo XV la Corona francesa dependía de individuos que se servían tanto a sí mismos como al monarca. Fue el caso de Poton de Xaintrailles y de Antoine de Chabannes, que lucharon contra la autoridad antes de someterse a ella. Otros afamados jefes fueron Villandrando, Perrinat Gressart o André de Ribes. Como afirma Allmand, estos eran los héroes guerreros de su época, cuyas hazañas perduraron en la imaginación popular. De entre todos ellos, sin embargo, destacó uno: Bertrand du Guesclin.
Bertrand du Guesclin, semblanza de un líder
Bertrand du Guesclin, nacido hacia 1320, provenía de una familia de la baja nobleza bretona. Unos orígenes un tanto humildes, sobre todo si se considera que llegó a convertirse en el gran héroe de Francia y, tras su muerte, en un auténtico mito. Solo siete años después de su fallecimiento, un picardo de nombre Jean de Cuvelier, compuso un poema sobre su vida haciendo del caballero una leyenda en su propio tiempo. A modo de anécdota, su relevancia fue tan significativa que Cuvelier cuenta que las madres francesas, cuando reprendían a sus hijos, les decían “callaos o du Guesclin vendrá a buscaros” (Curry, 2002).

Por lo que sabemos de él, Du Guesclin era de corta estatura, poco agraciado y despreocupado por su apariencia. De acuerdo con Cuvelier, desde su infancia fue violento y siempre estaba dispuesto a luchar. Muy pronto tuvo la oportunidad de demostrar su valía, pues cuando todavía era un adolescente se escapó de casa para acudir a diferentes torneos. Con solo diecisiete años participó en uno celebrado tras la boda de un gran magnate, Carlos de Blois. Entonces, con un caballo prestado, derribó hasta quince combatientes antes de mostrar su identidad.
Sus primeras actuaciones bélicas tuvieron lugar muy pronto. Poco después del torneo aparece como líder de un pequeño grupo de salteadores que luchaban por los derechos de Carlos al ducado de Bretaña. Pero su primer acto bélico significativo ocurrió en 1350. En aquel momento consiguió mediante engaños la fortaleza inglesa de Fourgenay.
Tres años después murió su padre y Bertrand heredó el señorío familiar. Además, se unió al ejército de Francia en calidad de vasallo, como uno más. Pero su pericia guerrera pronto le hizo sobresalir. En 1357, por ejemplo, Rennes parecía destinada a caer en manos del Duque de Lancaster; entonces, Bertrand, en compañía de un tal Pierre de Villiers, se las apañó para conseguir introducir suministros en la ciudad, a lo que siguió una incursión contra los sitiadores que les obligó a levantar el asedio. Por aquello fue recompensado por el propio Delfín de Francia, que le entregó una sustanciosa cantidad de dinero.
Tomó entonces el mando de Pontorson, una fortaleza clave en Normandía, que le permitía disponer de unos 120 hombres bajo su mando. Durante las dos décadas siguientes, Du Guesclin estaría implicado en casi todos los grandes escenarios de la guerra, lo que le hizo elevarse sobre otros capitanes y líderes militares franceses. Entre sus éxitos, la victoria sobre Carlos el Malo de Navarra en 1364, en Cocherel. Esto le valió para ser nombrado chambelán real y conde de Longueville.
Pero la lealtad de Du Guesclin no era exclusivamente con el monarca, sino también con Carlos de Blois. En septiembre de ese mismo año, 1364, fue hecho prisionero cuando combatía por su causa. El rey de Francia pagó su rescate y le encomendó una nueva tarea: dirigir un ejército de 12.000 hombres en apoyo de las ambiciones de Enrique de Trastámara sobre la corona de Castilla.
Aquella campaña no hubo de desarrollarse de manera satisfactoria para él. Pedro de Castilla, el Cruel, había solicitado la ayuda del Príncipe Negro. Sus tropas fueron esenciales en la batalla de Nájera, el 3 de abril de 1367, donde las armas castellanas e inglesas derrotaron al pretendiente Enrique y a sus aliados franceses. Du Guesclin fue capturado de nuevo, ahora por un tal Thomas Cheyne, un hombre de escaso estatus. No obstante, Carlos V volvió a pagar su rescate, esta vez muy cuantioso.
Su carrera militar no había acabado. Volvió a penetrar en la Península de la mano de Enrique para, esta vez sí, vencer a Pedro. De hecho, estuvo presente en el regicidio de Montiel, el 23 de marzo de 1369 (para leer más sobre Pedro I y la Guerra Civil castellana). Posteriormente, de vuelta en Francia, desempeñó un papel fundamental en la estrategia de Carlos V para evitar batallas contras los ingleses, una vez que se reanudó la guerra en 1369. En pago por sus servicios, el rey le nombró Condestable de Francia en 1370, y entre esa fecha y 1373 se dedicó a contener las grandes cabalgadas inglesas, también llamadas chevauchees.
Du Guesclin, por entonces, gozaba de una excelente reputación como líder de guerra, pero su origen social, relativamente bajo, nunca fue olvidado por algunos. La guerra ofrecía oportunidades para quienes demostrasen su valía, es cierto, pero las estructuras de mando de los ejércitos continuaban siendo profundamente clasistas; su jefatura correspondía a los grandes magnates, no a un pequeño noble de una región periférica. Pese a ello, du Guesclin llegó a la cima, y lo hizo gracias a su propia destreza, gran valentía, astucia y por su capacidad para correr riesgos. Él mismo encabezó asaltos durante los sitios, así ocurrió en Melun en 1359, donde además luchó a pesar de haber sido alcanzado en la cabeza por un proyectil.
Era firme y disciplinado, pero era querido entre sus tropas, pues vivía como ellos. Du Guesclin fue, por tanto, la quintaesencia del soldado que pudo medrar, progresar y mejorar gracias a sus habilidades. Tan alto llegó, que fue enterrado por orden del rey en la necrópolis de Saint-Denis, donde descansa al lado de su señor, el rey Carlos V de Francia.
Conclusiones
El mercenario, esa figura que lucha a sueldo desde tiempos remotos, también fue testigo de los tiempos medievales. No obstante, durante esos mil años que configuran el Medievo sus características no dejaron de cambiar, demostrando hasta qué punto el milenio que arrancó en el 476 resulta profundamente diverso. De tal forma, si hasta el año 1000 la presencia del mercenario es modesta, su desarrollo durante los tiempos feudales fue imparable. Además, en consonancia con otros tantos procesos, sociales, políticos o económicos, el mercenario se convirtió en una figura internacional que abarcaba desde la Península hasta el Imperio.
De ese modo se alcanza la Baja Edad Media, periodo en el que llegarán a tener una profunda trascendencia en el devenir bélico de muchos escenarios, empezando por el Oriente bizantino, siguiendo por la urbana Italia, y culminando con el amplio campo de batalla en el que se luchó la Guerra de los Cien Años. Es en este periodo, Otoño de la Edad Media, cuando sus capitanes son capaces de escalar hasta las más altas dignidades en vida y recibir una sepultura a la altura de los príncipes; unos hechos que son culpables de que su recuerdo haya sobrevivido de forma inmemorial tras su muerte llegando, al menos, hasta nuestros días.
Bibliografía
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