¿Por qué tomamos helados?
Si hay algo que da gusto tomar en verano, es un helado. Esa mezcla de agua, leche y azúcar -a lo que le podemos añadir todo lo que queramos- tiene una larga historia.
No podía ser de otro modo: el primer helado apareció en China hace 4.000 años. Considerado una delicatessen, era una pasta de arroz hervido, especias y leche envuelta en nieve para solidificarla. Poco a poco aparecieron los helados de frutas –zumo con nieve- y en el siglo XIII se podía encontrar por las calles de China el «carrito del helado». Pero no solo en China se usaba la nieve para preparar esos cócteles refrescantes: por todo Oriente Próximo podía probarse el hielo mezclado con zumo de fruta, a veces endulzados con miel. Incluso encontramos una referencia al helado -aunque más bien es un granizado- en el libro de los Proverbios del Antiguo Testamento: «Como refrigerio de nieve en tiempo de la siega, así es el mensajero fiel para los que lo envía»”. Por todo Oriente se bebía en verano el sharbat, una bebida fría de frutas y pétalos de flores que popularizaron los emperadores mogoles: de aquí vino nuestro ‘sorbete’.
Esta costumbre llegó a la Grecia clásica y de ahí a Europa. Pero el helado como tal se lo debemos al artista italiano del siglo XVI Bernardo Buontalenti, que mejoró los ‘postres helados’ que estaban de moda en Florencia por aquel entonces enriqueciéndolos con huevo y nata.
Por supuesto, los maestros heladeros guardaban con celo sus recetas. No era para menos: el helado era un postre para ricos pues por congeladores utilizaban un sótano repleto del hielo recogido durante el invierno. En 1560 un español residente en Roma, Blasius Villafranca, descubrió que podía alcanzar el punto de congelación de la mezcla más rápido si añadía salitre al hielo y nieve que rodeaba al helado. Gracias a esta innovación los pobres también pudieron disfrutar de él.
Y en 1920 el norteamericano Harry Burt lanzó al mercado un helado de vainilla recubierto de chocolate y con un palo de madera para sujetarlo.